Descansando, VII
FIN, quod erand demostrandum.
¿Qué estas viendo? Una patrulla. ¿De cuántos hombres? Veinte. ¿Soldados? Dieciséis civiles, cuatro soldados.¿Qué distancia? Quinientos pasos. ¡Ah, bueno!, Disponemos todavía del tiempo necesario para terminar este pollo y beber un vaso de vino a vuestra salud, D'Artagnan.
Qué manera más tonta de contar las horas, ver correr el gotero. Me di cuenta de que recopilar el tiempo es perderlo. Además, ni siquiera era un método fiable, esa maldita rueda reguladora me hacía perder el hilo de todos los cálculos. Ya casi al final logré correlacionar los dedos de la enfermera con su hora de salida y ajustar la medida con el menor margen de error. Tuve tiempo, en todos esos meses, de establecer asimismo una asombrosa relación entre el color de los botecitos del gotero, mi tiempo de sueño y la necesidad de calmantes. Aquel maldito sabor metálico, el del bote rosa. Tuve que decirle al doctor, cuando no estaba María delante, que parara de una puta vez, que yo no era una farmacia ambulante. Él me dijo que todo se meaba. Pero yo sabía que lo que de verdad quería mear no sólo se quedaba dentro sino que crecía y crecía.
Se trata de una situación más que adecuada para pensar. Por ejemplo en cómo la gente parece sentir gran respeto hacia tu situación. La verdad es que – en las relaciones humanas- el respeto nace de los atributos, nunca de tu propio yo, que ni tú conoces. Y el jodido atributo que hoy llevo a cuestas es para asustar al más valiente. Aunque hay diversidad de comportamientos. Casi una etiología en miniatura, vaya. Unos te evitan, temen lo que llevas encima, otros - no se qué querrán demostrarse - se acercan y te miran para luego salir precipitadamente. Los más, te ven como si no fuera con ellos. El único que me ha mirado con los ojos de la verdad es Manolo, mi pequeño. Y no dormirá esta noche, no será capaz. ¿Quién le leerá La Isla del Tesoro?... En fin. En mi imaginación, acaricio el pelo de María y le susurro palabras dulces. Me asusto al ver, desde mi traje negro, su sonrisa. Otra vez su sonrisa.
Lo primero que hice fue mirar el cuadro que estaba por encima de la cabeza del doctor. Una reproducción, una lámina enmarcada con passe-partou blanco en el que se leían las siglas MOMA. Nunca me interesó el arte, aunque ese día me sirvió de excusa, casi de redención. Miré el dibujo como en mi vida había mirado uno. Pero – debido a los círculos y los espacios en blanco, a los colores intercalados – se trataba de una pintura que hablaba de infinitud, de eternidad, de permanencia. Y yo con estos pelos. Acabé por suspirar, para esconder así el sonido de mis rodillas, muslos y manos. Bajé la mirada hasta los ojos grises del médico, que desmentían la falsa sonrisa de sus dientes blancos. Él estaba tan asustado como yo, o casi. Empecé a odiarlo cuando en su frente se dibujaron las arrugas del alivio, casi esboza una sonrisa, el hijoputa: yo entendía todo perfectamente y me hacía cargo. Vaya si me hacía cargo.
María me contempla. Por fin ha dejado de llorar, y sus lágrimas son sólo una sombra que agudiza la ingente presencia de sus ojos verdes. Las manos parecen descansar sobre sus rodillas, pero sé que tienen el tenue vibrar de lo vivo. Los nudillos asoman blancos entre sus rosados y largos dedos. Está mirando mis pies, mis zapatos. Pero hay cosas en que la vista no puede fijarse durante mucho tiempo, ya desvió los ojos, otra vez al techo. ¿Qué pensará?, me pregunto. Y, como para tantas otras cosas, no tengo respuesta. O si la tengo, no oso pronunciarla. Su madre –la señora de todos los momentos - se acerca para decirle que tiene que comer algo. Ella sonríe – dios, esa sonrisa – y le dice que no. Mamá sale de la habitación, meneando la cabeza, preocupada. María se levanta, se acerca y me besa en la frente, otra vez. Yo no puedo sonreír. Ya no.
Nos dice Hibrandianus en su Rerum Natura que en el mismo momento del parto, las Parcas introducen en el neonato la larva de un gusano. El monje irlandés lo llama vermithanatos por su asombroso comportamiento. Crece al unísono con nosotros, se alimenta de nuestra ingesta, y poco a poco va infiltrándose en todas las vísceras del cuerpo. Tiene el color del mármol sepulcral, una longitud inmensa, no tiene ojos y está anillado como las lombrices. Cuando Átropos decide con sus tijeras cortar el hilo de la vida que sus hermanas han preparado, el vermithanatos divide su cabeza en tres partes, que a través de las cavidades del cuerpo se dirigen al corazón, para rodearlo y aplastarlo en una suerte de danza macabra. Llegado el momento del deceso, el gusano se reproduce, partiéndose en miríadas de larvas que sus creadoras recogerán para la siguiente siembra: son los gusanos de sepultura.