miércoles, febrero 28, 2007

Canon Subjetivo Definitivo


Tras el "éxito" alcanzado por el concurso del mejor relato, Saint-Gervais propone ahora elegir la mejor novela del siglo XX.

Querríamos que se elija desde una teoría lectobiográfica o al menos neurofisiológica, es decir, aquellas novelas del siglo XX que más han calado en nuestra vida o que más receptores neuronales excitaron. Casi nos atreveríamos a decir que la clasificación ha de ser puramente hedónica, buscando y alcanzando la más absoluta subjetividad.

Cada uno de nosotros puede elaborar una lista ordenada de las cinco novelas que más le han impactado en su vida, y publicarlas en los comentarios. Rogamos a los señores heterónimos se abstengan de votar por partida múltiple: una persona, un voto.

Doc L, y JL D'Artagnan, con el ánimo de dar ejemplo, que no con el más humano de interferir, nos presentan sus listas:

Doc L:

1.- "Cien Años de Soledad", de García Márquez.
2.- "Industrias y Andanzas de Alfanhuí", de Sánchez Ferlosio.
3.- "Luz de Agosto", de Faulkner.
4.- "La Familia Whapsot", de Cheever.
5.- "Dune I", de Herbert.

JL D'Artagnan:

1.- "20 000 leguas de viaje submarino", de Verne.
2.- "El Señor de los Anillos", de Tolkien.
3.- "Cien Años de Soledad", de García Márquez.
4.- "La Narración de Arthur Gordon Pym", de Poe.
5.- "El Bosque Animado", de Férnandez Florez.

domingo, febrero 25, 2007

De Anima Bestiarium


(De la Fauna y Flora de los estados del alma)

XX La Serpiente de los Terremotos

Leemos en un discípulo tardío de Pausanias acerca del origen de los terremotos. Lascivia, una de las innumerables hijas de Nereo, posee la costumbre de bañarse en un hondón bajo las cascadas tempranas del río Mercalio. Allí es observada atentamente por Richterius, uno de los viejos dragones, vástagos horrendos de la indómita Pitón. Richterius es un ser tan inmenso que todo el Peloponeso no es mayor que una de sus broncíneas escamas. Sus líquidos ojos sin párpados escrutan el blanco cuerpo de aquella mujer divina, escudriñando cómo sus pechos bailan a flor de agua, también cómo su pelo se enreda en el musgo que tapiza la roca cuando se apoya embriagada, y cómo – al extenderse lánguida en la hierba – el agua resbala, goteando, desde su dorado sexo hasta el suelo para inducir el crecimiento de las hierbas. Excitado por la belleza de aquella nereida, Richterius se enerva, se estira y se agita; su esperma es semilla de seísmos.

José L. Muñoz, 2007
Fotografía: Óleo de Giuseppe Ferrando

jueves, febrero 22, 2007

Te amaré más allá de la muerte

Acaso fueran los diez mejores días de mi vida. Amé aquella mujer como nunca pude llegar a soñar que puede hacerse. Y resultó, además, mucho más fácil de lo habitual. Quizá el principio de todo haya que buscarlo en las ocho de la tarde de aquel sábado, hora a la que conocí la angustia al ver el sol naranja hundirse en el río. Agarré precipitadamente el abrigo para arrojarme dentro del pub La Noria, conocido tentadero para solteros, separados, divorciados y viudos, amén de sus trasuntos femeninos. No te pedían el DNI, pero nadie entraba con menos de cuarenta (años y euros). Nos encontramos en la barra, los dos apretando la soledad dentro del vaso de gin-tonic. Tras una mirada, la desesperación era un pegote de rimel al final de sus pestañas y una mancha indefinible en un puño de mi camisa. Apuramos la bebida; me dejó que pagara. Subimos a mi apartamento sin hablar aún una sola palabra. Tras la primera refriega, casi con toda la ropa y de una manera deliciosamente animal, hicimos después el amor lenta y repetidamente. Horas, días, una semana. Agotamos el repertorio amatorio de varias civilizaciones. Salí de la habitación únicamente para comer y beber algo de vez en cuando. Nunca me dijo su nombre; la primera noche, porque no quiso, las otras nueve, porque estaba muerta.


José Luis Muñoz, 2007
Foto: "Dragón de Gata", JLMuñoz, 2007

lunes, febrero 19, 2007

Alas Negras


A Roy Batty´s innervision

Se desplazaban por el cielo azul pálido como enjambres de ávidas langostas, en lentas nubes - ahora más densas, casi negras, formando signos no humanos-, disolviéndose luego en la distancia, hasta desaparecer.
Atribuimos su abundancia a cambios en el clima, fracturas en los ciclos migratorios, a la existencia de trazas cada vez más evidentes de sustancias tóxicas en los vertederos cercanos a la ciudad. Allí proliferaba todo tipo de alimañas. Montañas de desperdicios que vibraban con el pulso persistente y tenaz de las ratas y los insectos.

En lentos círculos sobre los campos, como buitres benignos, acechando la burbuja de aire cálido que las llevase sin esfuerzo kilómetros más allá, en busca de zonas donde anidar o pasar la noche.
Algunos árboles amanecían abrasados por sus heces.

Nadie parecía alarmado en exceso: su imagen siempre fue asociada con la fértil bondad de la naturaleza domestica. Las noches de verano fueron cálidas y mudas.

Arcángeles de alas negras y picos afilados como llameantes espadas, callados y soberbios, anunciando inciertas noticias con el lenguaje oscuro de las bestias.
La escasez las hizo descaradas y violentas: atacaban a las crías de los rebaños, a roedores cada vez más grandes, a gatos y perros en los cortijos. Posadas sobre las peladas encinas, quietas sobre los tejados, recortadas como fúnebres mensajeros.

Dicen que sus padres los habían dejado sobre una manta, a la sombra de una encina, mientras preparaban la merienda. Los niños gatearían en la manta, pellizcando hormigas y cogiendo palitos. Súbitamente estaban allí, dijeron, con las alas desplegadas, rápidas y precisas, incontables, como máquinas ciegas.
Pudieron ver como se alejaban -llevando en sus picos los restos de las criaturas envueltas aun en jirones de ropa- las siluetas negras de las cigüeñas.

miércoles, febrero 14, 2007

Como el Viento en la Red

Hace ya casi un año cuatro amigos ensillaron un animal mecánico y se fueron de viaje a Marruecos.

Hoy quieren presentar un minúsculo resumen de sus vivencias.

Los pormenores, que prometen actualizar cada lunes, en…

www.comoelvientoenlared.blogspot.com

Los autores del texto son Políglota, Doc L, Quintín Montero y José L. D’Artagnan. Los de las fotos, Doc L y Quintín Montero.

domingo, febrero 11, 2007

La Llave

Del diario de mi tío abuelo Valentín Muñoz, entrada de abril de 1966.

El primer capítulo de esta historia – aunque bien sabe Dios que sus epígrafes son difíciles de ordenar – sucedió hace ya treinta y cuatro años, exactamente veinticinco antes de esos otros sucesos que son los que realmente quiero, o necesito, narrar. Pero me resulta imposible hablar de la desaparición de mi familia sin hablar de lo que – para mí – son sus verdaderas causas.

Cada palabra, cada frase que consigno me sume en reflexiones inquietantes que me impiden continuar. Verdaderas causas, he escrito. Causa y efecto, pienso. Causalidad versus casualidad, divago. Como si lo único que hace que existan causas y efectos no se haya convertido en un espejo que estalló hace ahora seis años en miles de cristales que se me clavaron en los brazos, en las piernas y en el alma. Hablo del tiempo. Pero he de proseguir.

Sí, treinta y cuatro años hace ya de mi primer contacto. Abril de 1932. Me encontraba paseando esa soleada mañana por la alameda del río, cuando me encontré de bruces con un hombre que me entregó una llave, encareciéndome que la llevara siempre conmigo, pues volvería por ella. La recuerdo bien. Era una gran llave de hierro, con una argolla en su extremo para colgarla en las alcayatas de las paredes. Sin más, aquel hombre tan extraño se dio la vuelta para alejarse. Yo me quedé mirando su espalda con la llave en la mano. La guardé en mi bolsillo, y fui olvidando el suceso al paso del tiempo.

Veinticinco años después, también en abril pero esta vez de 1957, paseaba, como casi todos los domingos de mi vida, por la alameda. Me acompañaba mi único hijo, que tenía por entonces veintidós años y estaba recién casado. Hablábamos animadamente de dirigirnos al puesto de las flores antes de regresar a comer a casa, para sorprender con un regalo a nuestras respectivas esposas. Hasta que nos encontramos con el mismo señor de 1932, con la misma edad, que señalaba un cobertizo al lado del río del cual salía una intensa humareda blanca, gritando: mi llave, mi llave, démela, ¿no lo entiende? Todo se va a quemar, déme la llave, Dios santo, se lo pido por su hijo.

Yo tenía siempre la llave encima junto con las de casa, pues aquel viejo trozo de hierro jugó un papel muy importante en mi noviazgo. Cuando metí la mano en el bolsillo, el señor dejó de mirarme para quedarse petrificado al ver algo a mi espalda. Me di la vuelta para encontrar al mismo caballero, el cual me dijo bruscamente: no se la de, Dios, no sea loco, otra vez no, hay que romper el bucle, ¿no lo entiende?, llevo una eternidad retornando, buscándolo hace veinticinco años, dándole la llave, volviendo a 1957 para pedírsela, apagando el fuego y volviendo de nuevo al pasado con… no se la de, Dios santo Esta vez he vuelto para hacer lo contrario….

No se la di. Me resulta difícil explicar la razón. Y más sabiendo como sé las consecuencias que tuvo aquella maldita decisión. Me sentía como el burro al que le han colocado a izquierda y derecha, a la misma distancia, unas zanahorias del mismo tamaño y traza. Por un lado, un incesante dèjá-vu me gritaba que entregara la llave al hombre que lagrimeaba por el humo. Pero el sosias era un invitado de excepción, lo sentía como una singularidad en todo aquello, tenía la corazonada de que era su primera participación en la obra que eternamente representábamos. La asimetría introducida por el doble fue la que me hizo decidir por la zanahoria de la izquierda. Volví a guardarme la llave en el bolsillo.

Vuelvo a pausar la escritura. No me fío siquiera de aquella sensación de dèjá-vu. ¿Sentí realmente que la escena era repetida o lo siento ahora después de repetirla miles de veces en la memoria? No lo sé. Seguiré anotándolo todo. Sea como sea.

En aquel momento desaparecieron tanto la sensación de repetición como el sosias y mi hijo. El hombre que me pedía la llave, tras unos segundos en que creo dudó en reiterar su petición, acabó por sonreír aliviado, para luego dirigirse al puente y saltar buscando las aún frías aguas del río. Empecé a llorar la desaparición de mi hijo, aunque, por supuesto, sin entenderla demasiado. Pero cuando miraba las llamas del cobertizo un fogonazo en mi cabeza me mostró la verdad. En 1932, días después de la extraña entrega de la llave, conocí en un baile a la que después fue mi mujer y madre de mi hijo. Le hable del suceso, le conté lo de la llave, nos reímos juntos. Me enamoré de sus dientes blancos, de la gracia que le hizo todo aquello. Aquella historia del tipo loco de la alameda fue siempre un recuerdo de nuestros primeros momentos como novios. Pero ahora… supe que si hubiera vuelto a casa en ese instante, no la hubiera encontrado allí. Ni a mi nuera, claro. Aún quise creer que podía hacer algo que cambiara todo. A pocos metros, en un cobertizo en llamas, la máquina del tiempo me esperaba, y yo tenía la llave. Hurgué con los dedos en el bolsillo de la chaqueta, pero... estaba vacío. He tardado seis años en reunir la entereza suficiente para anotar todo esto...

Nota del editor: Tío Valentín era el hermano soltero de mi abuelo. Vendió su negocio en 1959 y se marchó a sudamérica. Murió de cáncer en Buenos Aires, en 1975. El médico del hospital envió por correo aéreo todos sus efectos personales, un llavero vacío, un marco de retrato sin nada en su centro, como si el tiempo lo hubiera borrado y, por supuesto, este diario.


José L. Muñoz Expósito, 2007

jueves, febrero 08, 2007

El Archivista


por Agustín Lozano

Ocurrió a raíz de mi último descubrimiento. Un hallazgo en verdad nada relacionado con el Archivo, sino debido a mi breve ausencia al frente del mismo. No debí hacer uso del permiso de vacaciones concedido por la Autoridad. En dos décadas de servicio continuado jamás había sentido la necesidad de ascender al Exterior. Prefiero permanecer en el Archivo, los raros permisos me sirven para profundizar en la investigación acerca de la caída de las Ciudades Oscuras. Esta ocasión fue diferente, un vago recuerdo del aire fresco secaba mis viejos pulmones.
Decidí dirigirme a la Metrópoli Superior siguiendo la ruta trazada por Asterión en la copia ilustrada que, sin motivo aparente, presidía mi escritorio desde que tomé posesión como Primer Archivista. El mapa, desprendido con sumo cuidado de su soporte, me llevó por pasajes en ruinas todavía practicables. Los escombros aumentaban a medida que me acercaba al Sol.
Una vez en el Exterior, deambulé por calles demasiado luminosas para mis lastimados ojos. Envuelto en la muchedumbre, disfruté de la ausencia de identidad que me proporcionaba la multitud. Nadie que pudiese reconocer al Primer Archivista, nadie que demandara consejo o solicitara mi guía. Me detuve para levantar la mirada con el esfuerzo de un titán herido. Veloces aeroplanos cruzaban el cielo en un caos que sólo podía proceder de un cierto orden. En lo más alto, un dirigible estático coincidía con el dibujo de Asterión, aunque se echaba de menos la silueta de las dos lunas pintadas en los extremos del pergamino. No existía propósito alguno en mi viaje. De modo que, con la vacilación propia del diletante, me vi impulsado a seguir el rastro del plano que me había conducido hasta allí.

Tras dejar atrás lo que debía haber sido un zigurat cubierto de pálidas enredaderas pero se erigía ahora como una interminable carretera serpenteante, sofocado como estaba por el omnipresente tráfico, hice alto ante una mole de cinco plantas que emergía con el orgullo propio de los gigantes. El Edificio aparecía señalado en el mapa mediante un conjunto de runas que no supe descifrar. A salvo del ruido y la polución, ya en el interior del Edificio, me dejé llevar por un artefacto de rara factura que, a modo de acantilado móvil, transportaba a los visitantes por un pasadizo vertical. Las paredes de cristal permitían observar los relieves de las columnas y del techo abovedado, así como el contenido de las grandes salas a medida que se pasaba sobre ellas.


La distribución del Edificio obedecía a un patrón clásico: en las plantas inferiores se apilaban relucientes juguetes, cachivaches electrónicos e instrumentos de tortura musical. Las plantas cuarta y quinta se encontraban repletas de libros y más libros; en una disposición que, pese a resultarme familiar, no pude desentrañar por completo. Hallé ejemplares que me eran conocidos, aunque en ediciones minúsculas de ínfima calidad. Las cubiertas se doblaban fácilmente y el papel casi translucía. Avancé fascinado por los múltiples anaqueles hasta quedar atónito: lo encontré sin haberlo buscado, a la vista de cualquiera, al comienzo de la sección Mitos y Leyendas. No cabía duda, estaba ante uno de mis informes, el concerniente a las Ciudades Oscuras. Desde luego no era mi manuscrito, sino una edición facsímil reproducida en varios volúmenes. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo había tenido acceso la Autoridad a mis informes? Y más aún, ¿cómo podía presentarse impreso un informe inconcluso?

Con ánimo febril mis dedos buscaron las hojas finales y hallaron lo inverosímil: en la última página, justo antes del colofón, se advertía de la naturaleza ficticia de los lugares allí descritos. En realidad tal era la única adición a mi trabajo, pues todo lo anterior parecía intacto, tal y como lo había dejado aquella mañana en el estudio. Desesperado, volví sobre mis pasos con toda la rapidez que mis torpes piernas me permitían: el artilugio automático me devolvió a tierra firme, dudé entre rugientes vehículos de vuelta a los niveles inferiores. Descendí trabajosamente por túneles y pasadizos. Seguí las indicaciones de Asterión a la inversa, en un recorrido que no preveía el camino de regreso. La confusión se apoderó de mí como la locura hizo presa en Prometeo. Aun sabiéndome perdido, me obstiné en seguir adelante hasta salir de nuevo a la superficie. Debía encontrarme mucho más al sur porque el aire llegaba cálido y puro. De repente, el anhelo de llegar al Archivo desapareció por completo, llevándose consigo la ansiedad de resolver el enigma de la imposible violación de mis informes. Atravesé un arco de piedra y enseguida sentí el embate vital de la vegetación que rodeaba el estrecho sendero. El canto de un sinfín de aves traía al oído memoria de tiempos desconocidos.

La tarde caía en un cielo sangriento, producto de la batalla entre los dioses. En lontananza, por encima de las copas de los árboles y de las dos lunas recortadas contra la esfera celeste, se divisaban las marmóreas torres de la más antigua de las Ciudades Oscuras.

lunes, febrero 05, 2007

Paseo


En la mañana de aquel día me pasé por la biblioteca del pueblo, y tras mucho rebuscar entre los añosos anaqueles y descartar tanto el penúltimo de Saramago como el primero de Tolstoi, di con una antología española del cuento de terror hipercontemporáneo. He de decir que necesitaba de la fantasía, las navidades familiares habían ya alcanzado por aquel entonces el nivel más alto de presurización conocido e incluso imaginable. La grotesca chica de la biblioteca dejó con mala gana el Hola que estaba mirando –no lo leía, sin duda, sólo observaba las fotos – para atender mi petición. Ni siquiera levantó la vista al largarme displicentemente el libro. No soy malo, pero al salir tomé la venganza de no decirle adiós. En la comida estuve silencioso, lento, perdido. Mi mujer me miraba como pensando así me gusta, hoy no metes la pata. Tras el café, llegó el momento de largarse a un paseo por alguno de los interesantes parajes que circundan mi pueblo político. Conduje los pocos kilómetros hacia el pantano con lentitud, sereno, feliz, disfrutando del sol frío de las cuatro de la tarde. Aparqué en la presa y, con el libro virgen bajo el brazo, busqué la roca más soleada. Después de ahuyentar sin mucho esfuerzo a una garceta de patas amarillas, me aproveché de su atalaya, una pequeña mole de granito blanqueada por el guano sobre la que las pequeñas olas rizadas que la brisa levantaba golpeaban incesantemente. Enfrente, al otro lado del ancho embalse, varios centenares de grullas damiselas oponían el contraste gris al verdor invernal de los pastos. Fui circulando la mirada por aquella maravilla natural, sin abrir todavía el libro. Al fin, después de admirar las evoluciones amorosas de una pareja de somormujos, quise empezar la lectura. El primer relato de terror comenzaba así: “En la mañana de aquel día me pasé por la biblioteca del pueblo y tras mucho rebuscar entre los añosos anaqueles…”

José L. Muñoz Expósito, 2007

viernes, febrero 02, 2007

Lecturas de Enero

I Lecturas Sobresalientes.

1.- Cortázar, J., “Bestiario”. Un puñado de relatos prácticamente perfectos. Está el antológico Casa Tomada, el extraño Ómnibus, el paradójico Las puertas del Cielo. Pero yo me quedo con dos: Carta a una señorita en París y Bestiario. Una relectura, tras varios años, profundamente satisfactoria.
2.- Bécquer, G. A., “Libro de los Gorriones (Rimas)”. Es la quinta vez en mi vida que me acerco a estos poemas, pero han pasado seis desde la última ocasión en que disfruté de las frescas aguas de la magna fuente donde han bebido los mejores poetas líricos del 27. Más allá del Bécquer manido, el de los requiebros, el “poeta popular”, el romántico tardío, hay gran poesía.

II Lecturas Interesantes.

3.- Balzac, H. de, “El Tío Goriot”. Excelente novela ambientada en París, donde unas pasiones desgarradoras por su profunda humanidad se convierten en los verdaderos personajes del libro. Algunos de esos personajes, Goriot, Vautrin y Rastignac, son en sí obras maestras.
4.- Salinger, J. D., “El Guardián entre el Centeno”. Estupenda novela que recrea cuatro o cinco días de la vida en Nueva York de un adolescente marcado por la muerte de su hermano y su asociabilidad. Es un libro considerado maldito (sobre todo en USA), véase el interesantísimo artículo de la wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/El_guardi%C3%A1n_entre_el_centeno, bajo el epígrafe “controversia”.
5.- Baricco, A., “Homero, Ilíada”. Una revisión de la inmortal obra griega con la intención de servir para una lectura pública, coral, con una veintena de voces. Este movimiento de cámara desde el único aedo omnisciente hacia la particular visión de los héroes, aqueos y troyanos, es lo mejor del librito, junto con el interesantísimo epílogo.
6.- Dickens, C., “Tiempos Difíciles”. Considerada por la crítica como una obra menor, a mí me ha parecido magistral, tanto en el ritmo como en la temática, si bien los personajes no alcanzan la fuerza dramática de los de Oliver Twist o Grandes Esperanzas.
7.- Tolstoi, L. N., “Infancia”. Primera parte de la trilogía autobiográfica que se completa con Adolescencia y con Juventud. La utilización de la primera persona, así como la temática y el estilo, me han recordado inevitablemente al David Copperfield de Dickens, salvo por la diferencia de que David nace pobre para hacerse rico, y Nikolienka, el trasunto de Tolstoi, nace rico para seguir siéndolo.
8.- Golding, W., “El Señor de las Moscas”. Novela cercana a las matemáticas, ¿es una parábola, una hipérbola(e), o una circunferencia de trama cerrada? En cualquier caso, correcta y pulcra.
9.- Shakespeare, W., “Macbeth”. Una obra maestra, que leída pierde por dos razones: la imposible traducción y el no disfrutarla representada.
10.- Le Guin, U. K., “Terramar IV, Tehanu”. Fueron necesarios veinte años (de 1970 a 1990) para que la trilogía deviniera en tetralogía. En esta entrega, la magia está cercana, pero no presente, lo que acarrea una más fácil identificación con los personajes, sí, pero también hace perder esa segunda voz alegórica de los libros anteriores.

III Pasaron Desapercibidas.

11.- Bioy Casares, A., “Historias Fantásticas”. Recopilación irregular de los cuentos fantásticos del argentino; destacan, entre muchos cuentos mediocres, el ya “tertuliado” La trama celeste, El Calamar opta por su tinta, recogido en antologías del género (véase lecturas de diciembre), y La sierva ajena, éste último me gusta por su temática, que no por su resolución.
12.- Hardwick, E., “Estudio Preliminar a las Obras Completas de Melville”. Estos estudios biográficos de la editorial Aguilar rozan el sopor medio de una telenovela en esperanto subtitulada en sánscrito, pero éste se salva por arriba; la autora americana hace un retrato vigoroso y ligero del padre de Moby Dick.
13.- Herbert, F., “Los Creadores de Dios”. No se acerca ni de lejos a Dune, pero tampoco es tan insufrible como las secuelas. El universo descrito no tiene nada que ver con el del planeta Arrakis, pero las obsesiones religiosas, el control mental y la estética del poder siguen presentes en esta novela del americano.
14.- Dumas, A., “Historia de un muerto contada por el mismo y otros relatos de terror”. El -en otras lides- gran Dumas se muestra aquí mediocre, facilón e incluso, en muchas ocasiones, pedante.

IV Tiempo Perdido.

V Lecturas Parciales.

  • Martin, G. R. R., “Song of ice and fire IV, The feast of crows”, Capítulo IV, “Cersei”. La reina regente de los Siete Reinos ha puesto un circo, y le han crecido los enanos. Y nunca mejor dicho.
  • Homero, “La Ilíada”, Canto XXII. ¿Sería osado afirmar que en este canto, donde se narra la muerte de Héctor por Aquiles, nació la literatura? Es simplemente maravilloso.
  • Proust, M., “En Busca del Tiempo Perdido II, A la sombra de las muchachas en flor”, páginas 201 a 228. Perseveramos en la elaboración del índice onomástico, con referencias internas y datos externos de personajes reales e imaginarios.
  • Cervantes, M. de, “Don Quijote”, Segunda Parte, Capítulos XXXVI al XXXIX. Las dolorosísimas cuitas de la doña dueña dolorida. Se acerca Clavileño, en su añoso volar de madera.
  • Izzi, M., “Diccionario Ilustrado de los Monstruos”. ¿Por qué leer una enciclopedia de los monstruos desde la A hasta la Z? No lo sé. Búsqueda de inspiración, ansia de saber como los hombres han encasillado sus miedos en algo tan bello como un monstruo. He empezado por la introducción y por la A.

VI Otros Eneros

1999 Leí 4 libros, ninguno sobresaliente.
2000 Leí 5 libros, ninguno sobresaliente.
2001 Leí 4 libros, ninguno sobresaliente.
2002 Leí 9 libros, ninguno sobresaliente.
2003 Leí 11 libros, destacó la sexta lectura de “El Señor de los Anillos”
2004 Leí 10 libros, destacaron “El Conde de Montecristo”, de A. Dumas y “Contemplación”, de F. Kafka.
2005 Leí 5 libros, destacó “El Vizconde de Bragelonne”, de A. Dumas.
2006 Leí 6 libros, destacó “Casi un objeto”, de J. Saramago.