Del diario de mi tío abuelo Valentín Muñoz, entrada de abril de 1966.
El primer capítulo de esta historia – aunque bien sabe Dios que sus epígrafes son difíciles de ordenar – sucedió hace ya treinta y cuatro años, exactamente veinticinco antes de esos otros sucesos que son los que realmente quiero, o necesito, narrar. Pero me resulta imposible hablar de la desaparición de mi familia sin hablar de lo que – para mí – son sus verdaderas causas.
Cada palabra, cada frase que consigno me sume en reflexiones inquietantes que me impiden continuar. Verdaderas causas, he escrito. Causa y efecto, pienso. Causalidad versus casualidad, divago. Como si lo único que hace que existan causas y efectos no se haya convertido en un espejo que estalló hace ahora seis años en miles de cristales que se me clavaron en los brazos, en las piernas y en el alma. Hablo del tiempo. Pero he de proseguir.
Sí, treinta y cuatro años hace ya de mi primer contacto. Abril de 1932. Me encontraba paseando esa soleada mañana por la alameda del río, cuando me encontré de bruces con un hombre que me entregó una llave, encareciéndome que la llevara siempre conmigo, pues volvería por ella. La recuerdo bien. Era una gran llave de hierro, con una argolla en su extremo para colgarla en las alcayatas de las paredes. Sin más, aquel hombre tan extraño se dio la vuelta para alejarse. Yo me quedé mirando su espalda con la llave en la mano. La guardé en mi bolsillo, y fui olvidando el suceso al paso del tiempo.
Veinticinco años después, también en abril pero esta vez de 1957, paseaba, como casi todos los domingos de mi vida, por la alameda. Me acompañaba mi único hijo, que tenía por entonces veintidós años y estaba recién casado. Hablábamos animadamente de dirigirnos al puesto de las flores antes de regresar a comer a casa, para sorprender con un regalo a nuestras respectivas esposas. Hasta que nos encontramos con el mismo señor de 1932, con la misma edad, que señalaba un cobertizo al lado del río del cual salía una intensa humareda blanca, gritando: mi llave, mi llave, démela, ¿no lo entiende? Todo se va a quemar, déme la llave, Dios santo, se lo pido por su hijo.
Yo tenía siempre la llave encima junto con las de casa, pues aquel viejo trozo de hierro jugó un papel muy importante en mi noviazgo. Cuando metí la mano en el bolsillo, el señor dejó de mirarme para quedarse petrificado al ver algo a mi espalda. Me di la vuelta para encontrar al mismo caballero, el cual me dijo bruscamente: no se la de, Dios, no sea loco, otra vez no, hay que romper el bucle, ¿no lo entiende?, llevo una eternidad retornando, buscándolo hace veinticinco años, dándole la llave, volviendo a 1957 para pedírsela, apagando el fuego y volviendo de nuevo al pasado con… no se la de, Dios santo Esta vez he vuelto para hacer lo contrario….
No se la di. Me resulta difícil explicar la razón. Y más sabiendo como sé las consecuencias que tuvo aquella maldita decisión. Me sentía como el burro al que le han colocado a izquierda y derecha, a la misma distancia, unas zanahorias del mismo tamaño y traza. Por un lado, un incesante dèjá-vu me gritaba que entregara la llave al hombre que lagrimeaba por el humo. Pero el sosias era un invitado de excepción, lo sentía como una singularidad en todo aquello, tenía la corazonada de que era su primera participación en la obra que eternamente representábamos. La asimetría introducida por el doble fue la que me hizo decidir por la zanahoria de la izquierda. Volví a guardarme la llave en el bolsillo.
Vuelvo a pausar la escritura. No me fío siquiera de aquella sensación de dèjá-vu. ¿Sentí realmente que la escena era repetida o lo siento ahora después de repetirla miles de veces en la memoria? No lo sé. Seguiré anotándolo todo. Sea como sea.
En aquel momento desaparecieron tanto la sensación de repetición como el sosias y mi hijo. El hombre que me pedía la llave, tras unos segundos en que creo dudó en reiterar su petición, acabó por sonreír aliviado, para luego dirigirse al puente y saltar buscando las aún frías aguas del río. Empecé a llorar la desaparición de mi hijo, aunque, por supuesto, sin entenderla demasiado. Pero cuando miraba las llamas del cobertizo un fogonazo en mi cabeza me mostró la verdad. En 1932, días después de la extraña entrega de la llave, conocí en un baile a la que después fue mi mujer y madre de mi hijo. Le hable del suceso, le conté lo de la llave, nos reímos juntos. Me enamoré de sus dientes blancos, de la gracia que le hizo todo aquello. Aquella historia del tipo loco de la alameda fue siempre un recuerdo de nuestros primeros momentos como novios. Pero ahora… supe que si hubiera vuelto a casa en ese instante, no la hubiera encontrado allí. Ni a mi nuera, claro. Aún quise creer que podía hacer algo que cambiara todo. A pocos metros, en un cobertizo en llamas, la máquina del tiempo me esperaba, y yo tenía la llave. Hurgué con los dedos en el bolsillo de la chaqueta, pero... estaba vacío. He tardado seis años en reunir la entereza suficiente para anotar todo esto...
Nota del editor: Tío Valentín era el hermano soltero de mi abuelo. Vendió su negocio en 1959 y se marchó a sudamérica. Murió de cáncer en Buenos Aires, en 1975. El médico del hospital envió por correo aéreo todos sus efectos personales, un llavero vacío, un marco de retrato sin nada en su centro, como si el tiempo lo hubiera borrado y, por supuesto, este diario.
José L. Muñoz Expósito, 2007