Enemigo Invisible, V
(Con anterioridad en Enemigo Invisible: El psiquiatra infantil Abel Cortaira está desbordado: se encuentra ante el caso de un niño que ve un fantasma que dice quiere hacerle daño. Los compañeros del hospital muestran una general incredulidad)
V
Conté a mis compañeros cómo Alberto había señalado la presencia de su enemigo tras mi sillón y cómo relató que se había ido a esperarle en casa. También les referí el resto de aquella última sesión…
- Alberto… ahora que… estamos solos, me gustaría preguntarte una cosa – comencé.
El niño me miró con sus grandes ojos muy abiertos. Ojos en los que ni una sola vez contemplé en aquellos meses el más ligero quark de esperanza. Continué:
- ¿Tienes miedo?
- No, doctor, no me das miedo.
- Me alegro –sonreí -. Pero me refiero a… ya sabes.
- Ah. De ese sí que tengo miedo. Mira lo que me ha hecho.
Alberto Gómez se remangó el jersey. Desde el codo hasta la muñeca un batiburrillo de arañazos de color rosa trasformaban en un bosque salvaje sus antebrazos.
- ¿Estás seguro que te lo ha hecho él?
- Sí. Ayer por la noche. Y me dijo que era sólo un aviso. Que la próxima va a matarme.
- ¿Confías en mí, Alberto?
- Sí, doctor, eres muy bueno conmigo.
- Pues entonces… dime la verdad. ¿No ha sido papá, o mamá, o… tú mismo?
Alberto comenzó a llorar. Pero no como un niño, con berreos, pucheros o temblores, sino con el llorar quedo de los viejos, con las amargas lágrimas de lo inevitable. Y tampoco entonces supe qué hacer. Pero volví a fijarme en sus brazos. Los caminos rosados de aquellas heridas no me parecieron azarosos. En el brazo izquierdo, se leía eros. Y en el derecho thanatos. Demasiado griego para un niño de siete años. O para un padre o una madre sin estudios.
Conté a mis compañeros cómo Alberto había señalado la presencia de su enemigo tras mi sillón y cómo relató que se había ido a esperarle en casa. También les referí el resto de aquella última sesión…
- Alberto… ahora que… estamos solos, me gustaría preguntarte una cosa – comencé.
El niño me miró con sus grandes ojos muy abiertos. Ojos en los que ni una sola vez contemplé en aquellos meses el más ligero quark de esperanza. Continué:
- ¿Tienes miedo?
- No, doctor, no me das miedo.
- Me alegro –sonreí -. Pero me refiero a… ya sabes.
- Ah. De ese sí que tengo miedo. Mira lo que me ha hecho.
Alberto Gómez se remangó el jersey. Desde el codo hasta la muñeca un batiburrillo de arañazos de color rosa trasformaban en un bosque salvaje sus antebrazos.
- ¿Estás seguro que te lo ha hecho él?
- Sí. Ayer por la noche. Y me dijo que era sólo un aviso. Que la próxima va a matarme.
- ¿Confías en mí, Alberto?
- Sí, doctor, eres muy bueno conmigo.
- Pues entonces… dime la verdad. ¿No ha sido papá, o mamá, o… tú mismo?
Alberto comenzó a llorar. Pero no como un niño, con berreos, pucheros o temblores, sino con el llorar quedo de los viejos, con las amargas lágrimas de lo inevitable. Y tampoco entonces supe qué hacer. Pero volví a fijarme en sus brazos. Los caminos rosados de aquellas heridas no me parecieron azarosos. En el brazo izquierdo, se leía eros. Y en el derecho thanatos. Demasiado griego para un niño de siete años. O para un padre o una madre sin estudios.
3 Comentarios:
Te seguimos::::::::::::
pulsión de muerte/pulsión de vida....
uuufffffffff!
Increíble el detalle de eros y thanatos, eso sí que me ha dado escalofríos... Continúa please! Se adivina algo mucho mejor que una niña reptando por las paredes.
Un beso. Ya tengo ganas de veros a todos pronto.
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