Asistente Social, VII
Me sentí algo más que perdido. Cuando más claro me parecía que todo aquello era un problema trivial, recibí un bofetón: el incesto, el pecado de Mirra. Pero en realidad ninguna opción me parecía realmente plausible. Decidí poner en cuarentena la opinión del señor Méndez, aunque en peores plazas habíamos toreado. No quedaba otra que la visita a los vecinos. Me despedí del viejecito con la mayor cortesía de la que me sentí capaz. Mientras me acompañaba a la puerta, me espetó:
- ¿Qué van a hacer con mi denuncia? – y él mismo se contestó -. Supongo que nada. Nunca hacen nada. Pero era mi deber.
El deber. Dios sabe que quería decir el viejo. Dios sabe qué quiere decir “el deber”. Nunca lo he tenido claro. Ni entonces, ni hoy.
Anduve los pocos metros que separaban de la casa de al lado. Pero no llamé al timbre hasta no comprobar que el señor Méndez había cerrado la puerta. Aunque supongo que se puso a escuchar por detrás de la puerta. Yo, al menos, habría hecho otro tanto en su lugar.
Pocos segundos después de pulsar el botón, Lucía me abrió. Sus ojos. Sólo eso recuerdo, de aquella primera visión, los ojos. Grandes, muy grandes, y más tristes que grandes. Me identifiqué y se asustó muchísimo. Me hizo pasar y sentarme en un salón muy pobre, sucio y destartalado. El hermano, Manolo, no estaba. Recuerdo que en toda nuestra conversación no hizo otra cosa que mirar hacia el patio a través de las persianas verdes. Hasta que se levantó al unísono conmigo, cuando… pero me estoy adelantando… debo contar las cosas más ordenadamente…
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