El día que Luis XVI dejó la celda contigua para ser guillotinado, el conde de Trevelleux se abandonó a la desesperación. El símbolo de su manera de entender el universo iba a rodar por el suelo y a desangrarse como una bota de vino demasiado apretada. Hasta entonces el conde había sentido la Revolución como algo que no podía estar sucediendo. Era imposible que los desarrapados le dieran la vuelta a la tortilla con tal facilidad. Como si los corderos devoraran a los lobos.
Pero los corderos con colmillos tricolores le miraban y reían salvajemente mientras le anunciaron que en una semana le tocaba a él. El conde ensució sus pantalones cuando el Verdugo entró más tarde a pesarlo con una romana y a contarle los detalles de su ejecución. El matarife de hombres era un ser robusto, de cuarenta años, con una barba salvaje y ojos más allá de lo humano. No parecía molestarle demasiado el olor del conde; es más, sonrió como se sonríe a un viejo conocido.
- Para quieto, Trevelleux. Ponte aquí, eso es... No sé para qué te peso, si el día de tu muerte vas a estar mucho más delgado o mucho más gordo, pero te aseguro que no como estás ahora.
A pesar del pánico provocado por la presencia de su asesino, Trevelleux no dejó de extrañarse. Lo de más delgado lo entendía, pero... ¿más gordo?
- ¿Cómo es posible que pueda estar más gordo cuando... cuando...?
- Cuando te cortemos el cuellecito nobiliario – dijo el Verdugo, sonriendo, como aliviado de poder empezar una conversación postergada -. Es fácil. Si no pagas, el rancho y tu miedo harán que decapitemos un esqueleto. Si pagas, tendrás los mejores manjares de todo París. Incluso podría conseguirte alguna hija de la Revolución, si te apetece.
Acostumbrado a la obtención del placer inmediato que proporciona la vida ociosa y facilona de la nobleza, Trevelleux olvidó por un instante el terrible final:
- Pagaré por la comida.
- La tendrás – contestó el Verdugo.
Esa misma noche, tras la cena servida y después cobrada casi amablemente por el brutal revolucionario, Trevelleux giraba y giraba en su jergón sin poder conciliar el sueño. Veía su cuerpo decapitado, incluso en su locura llegó a concebir que moriría ahogado en la sangre que anegaba la cesta donde había caído su cabeza. Como si los pulmones estuvieran en el cerebro. Mirando las nubes que cubrían a ratos la luna ideó un plan. El Verdugo es menos Verdugo cuando se le da dinero. La comida, tanto, las putas, tanto otro. ¿Y la libertad? ¿Tendría precio la libertad?
Por la mañana, el Verdugo trajo el pedido. Tres botellas de vino y un vaso limpio. Mientras contaba el dinero, el conde le propuso comprar su libertad. El carnicero levantó la mirada y le observó largamente, luego tornó los ojos hacia las monedas. Pero no contestó, y salió rápidamente cerrando la puerta con estrépito.
Trevelleux se quedó de pie con el vino en la mano durante mucho tiempo. Al final, se sentó y lloró, y sólo se secaron sus lágrimas cuando se secaron las botellas, ya de noche. El Verdugo se acercó entonces a ofrecer cena, pero el conde le echó destempladamente de la celda. Esa noche durmió bien hasta el amanecer, pero se despertó con ánimos de suicidio. No hizo fuerza por buscar la manera de llevar a cabo sus deseos porque se sintió aún peor al reconocer que no iba a ser capaz. Al final llegó a un acuerdo consigo mismo. Me van a matar: qué mejor forma de suicidio que no oponer resistencia.
Pero todo cambió por la mañana. El Verdugo hizo girar la llave menos ruidosamente que otras veces; Trevelleux supo que traía noticias. Se le puso precio al desayuno, a una señorita y a un plan de fuga. A todo dijo Trevelleux que sí. Acordaron que la chica vendría la última noche y comunicaría qué hacer al día siguiente. Asimismo, para no comprometer el éxito de la operación, el verdugo cambiaría de celdas, y vendría un compañero suyo que no sabría nada del asunto.
Los pocos días pasaron rápidos. Trevelleux engordó antes de su ejecución, pues el nuevo carcelero fue todo oídos al repicar de la bolsa condal. Si no fuera por que levantaría sospechas, Trevelleux hubiera cantado minuto a minuto todos los aires alegres que conocía. Cuando cayó la tarde en la víspera de la ejecución la prostituta llegó puntualísima a su cita. Sin mediar palabra, la joven echó al conde en el jergón, se levantó la ropa y se sentó sobre él. Tras cobrar, le expuso el plan.
- Debe dejarse llevar hasta la plaza, e introducir su cabeza en la guillotina sin protestar. Se ha preparado un tope que parará la cuchilla justo en su cuello, le hará una herida que sangrará abundantemente pero no le cortará la cabeza. Luego se le curará y será llevado a España o a Inglaterra, depende de cuánto pueda pagar.
- Pero, ¿no ha de caer una cabeza en el cesto? Se darán cuenta de todo.
- No, no se darán. Está todo preparado, no se preocupe. Mi padre llevará en un saco la cabeza de otro ajusticiado y la dejará caer en el momento oportuno. La mayoría de la gente está suficientemente lejos para no darse cuenta de la sustitución.
- ¿Y los soldados?
- Los soldados estarán de espaldas, vigilan al pueblo.
El conde de Trevelleux se tranquilizó un tanto, aunque no del todo, no se podía uno fiar demasiado de un hombre que hacía las veces de proxeneta de su propia hija.
El momento llegó. A medida que el carro se acercaba a la plaza, cada lechuga que impactaba en el rostro del conde minaba un punto su confianza. Cuando divisó el alto palo con la muerte de metal colgando, la templanza desapareció del todo. Pero cuando bajó del carro, la sonrisa del Verdugo le devolvió parte del valor, incluso él mismo hizo el esfuerzo de introducir la cabeza en el agujero. Tan impaciente estaba por acabar, que no observó que el Verdugo no tenía bolsa sustituta ninguna. Sí que reconoció, en cambio, el tope de madera colocado en el sitio prometido.
Los tambores redoblaron en un último momento de furia y después callaron. La cuchilla lanzó su peso rasgando el aire y se paró antes del primer hueso del cuello. A pesar del dolor intenso y de la sangre que rodaba por su rostro, Trevelleux se sintió aliviado. Devolvió la sonrisa al Verdugo, que se le acercaba lentamente. El carnicero revolucionario quitó el tope con una mano, apoyó el pie sobre la cuchilla y echó encima su enorme peso.
- Ninguna sucia moneda vale lo que vale este momento – dijo, mientas la cabeza del conde de Trevelleux iba separándose del cuerpo con exasperante lentitud hasta caer finalmente en la cesta.
José L. Muñoz, 2005-2007