El Secreto, 1 de 2
I
La biblioteca no es grande pero sí espaciosa, de un muy definido estilo inglés resaltado por la chimenea de leña y por las alfombras rojas, por el tamaño, casi moquetas. La chimenea arde y crepita con alegría; entre sorbo y sorbo de su whisky, Méndez muestra una extraña sonrisa y descansa la mirada en las llamas. Su amigo Florido desespera de mantener una conversación coherente, las pausas melancólicas de Méndez lo imposibilitan. Así que él también hace por dedicar su atención al delicado caos del leño ardiente. Pero entonces, sin solución de continuidad, Méndez rompe el silencio.
- ¿Has pensado alguna vez en cómo controlar las emociones, Diego?
Tras un breve instante de meditación, Diego Florido responde:
- Bueno... sí..., aunque creo que eso no es un verdadero problema. Y aún si lo fuera, parece fácil de solucionar. Vivimos en esta sociedad española de finales del siglo XIX, en la que cualquier cosa que hagas en público está regida por tu clase social y por la etiqueta. Todos sabemos que es lo que debemos hacer en cada momento. Con lo que no dejamos que las emociones nos dominen. Por tanto es fácil controlarlas.
- ¿Y no crees que eso es la cúspide de la hipocresía?
- Estoy de acuerdo, lo es. Pero es necesario para mantener el estado de nuestra civilización.
- ¿Qué civilización? ¿la de tu casa? ¿la española? ¿la europea?
- La única que es viable. La sociedad moderna industrializada.
- Eso se lo cuentas a los esclavos del Potosí o a los bandidos filipinos. O, sin ir más lejos, a tus braceros asalariados.
Siempre discuten y, aunque el enfado sea mayúsculo, nunca pasan de una palmada en la mesa o de un mentís reposado. Son amigos a toda costa, incluso a pesar de la diferencia de edad o de educación. Juan Méndez frisa en los cuarenta, tiene esposa joven y una preciosa hija de nueve años. Sus padres habían sido labradores ricos, de aquellos de tierras aupadas fanega a fanega a lo largo de los siglos, gente trabajadora, avara y con ojo para los negocios. Fue el primero de su familia en estudiar más allá de lo rudimentario, y el primer habitante del pueblo que llegó a diputado sin pertenecer a la nobleza local. Se manifiesta conservador y monárquico.
Por su parte, don Diego Florido es el segundo hijo del marqués del pueblo. Apenas rebasa los veinte años y, siendo militar, ya está consignada en su historial alguna medalla por acción de guerra. Y ninguna herida, por ahora. Con dinero, guapo, alto y fuerte, sin ideas políticas. O más bien las que interesen en cada coyuntura, como buen aristócrata el caso es permanecer. Por lo que al principio cultivó la amistad de Juan Méndez por mandato directo de su padre, que eligió unirse al enemigo por el momento. Pero al cabo se encaprichó de la cultura y la inteligencia del terrateniente y diputado. Pero para Juan las conversaciones políticas con Florido no son más que un pasatiempo.
- Mis braceros cobran lo justo y no trabajan las fiestas de guardar.
- Ya, pero les obligas a ir a misa, lo que para mí no es más que otra manifestación de ese control de las emociones.
- Eso que has dicho no parece concordar demasiado con tu imagen de diputado adicto a don Alfonso XII. Y además, qué narices, es un control externo, no propio, y lo ejercen los curas por el bien de esos incultos.
- Pues no sé que será peor. Los curas tienen la culpa de la mayoría de los convencionalismos que sufrimos. Por ejemplo, nos tienen maniatados por su capacidad de control sexual.
- Otra vez el mismo cuento. Pon ejemplos.
- Bueno..., recuerdo un caso bastante público. Veamos, hace... tres meses. Una profesora de piano y un joven militar que volvía con muchos ardores de la última campaña...
- No consiento que me insultes de esa manera. Nadie, ni siquiera el padre Damián, pudo probar esa relación. Además, que la profesora quedara preñada no asegura necesariamente que el padre sea yo.
- Ya está. Fíjate. Has dicho nadie pudo probar. No te importa admitir en la intimidad -que yo represento- que la historia es cierta. Lo único que te importa es que no se puede demostrar y que por tanto cualquier murmuración es falsa. Formalismos, engaños, hipocresía, falsedad. En definitiva, control de las emociones.
- A ver si ahora vas a juzgar a la sociedad entera utilizándome a mí de chivo expiatorio.
- No, mi querido amigo, tu eres de lo mejor que he encontrado. Noble a pesar de tu hidalguía, cortés a pesar de tu afectación, bello a pesar de los afeites y los perfumes. Yo si que valgo como ejemplo.
- ¿Has pensado alguna vez en cómo controlar las emociones, Diego?
Tras un breve instante de meditación, Diego Florido responde:
- Bueno... sí..., aunque creo que eso no es un verdadero problema. Y aún si lo fuera, parece fácil de solucionar. Vivimos en esta sociedad española de finales del siglo XIX, en la que cualquier cosa que hagas en público está regida por tu clase social y por la etiqueta. Todos sabemos que es lo que debemos hacer en cada momento. Con lo que no dejamos que las emociones nos dominen. Por tanto es fácil controlarlas.
- ¿Y no crees que eso es la cúspide de la hipocresía?
- Estoy de acuerdo, lo es. Pero es necesario para mantener el estado de nuestra civilización.
- ¿Qué civilización? ¿la de tu casa? ¿la española? ¿la europea?
- La única que es viable. La sociedad moderna industrializada.
- Eso se lo cuentas a los esclavos del Potosí o a los bandidos filipinos. O, sin ir más lejos, a tus braceros asalariados.
Siempre discuten y, aunque el enfado sea mayúsculo, nunca pasan de una palmada en la mesa o de un mentís reposado. Son amigos a toda costa, incluso a pesar de la diferencia de edad o de educación. Juan Méndez frisa en los cuarenta, tiene esposa joven y una preciosa hija de nueve años. Sus padres habían sido labradores ricos, de aquellos de tierras aupadas fanega a fanega a lo largo de los siglos, gente trabajadora, avara y con ojo para los negocios. Fue el primero de su familia en estudiar más allá de lo rudimentario, y el primer habitante del pueblo que llegó a diputado sin pertenecer a la nobleza local. Se manifiesta conservador y monárquico.
Por su parte, don Diego Florido es el segundo hijo del marqués del pueblo. Apenas rebasa los veinte años y, siendo militar, ya está consignada en su historial alguna medalla por acción de guerra. Y ninguna herida, por ahora. Con dinero, guapo, alto y fuerte, sin ideas políticas. O más bien las que interesen en cada coyuntura, como buen aristócrata el caso es permanecer. Por lo que al principio cultivó la amistad de Juan Méndez por mandato directo de su padre, que eligió unirse al enemigo por el momento. Pero al cabo se encaprichó de la cultura y la inteligencia del terrateniente y diputado. Pero para Juan las conversaciones políticas con Florido no son más que un pasatiempo.
- Mis braceros cobran lo justo y no trabajan las fiestas de guardar.
- Ya, pero les obligas a ir a misa, lo que para mí no es más que otra manifestación de ese control de las emociones.
- Eso que has dicho no parece concordar demasiado con tu imagen de diputado adicto a don Alfonso XII. Y además, qué narices, es un control externo, no propio, y lo ejercen los curas por el bien de esos incultos.
- Pues no sé que será peor. Los curas tienen la culpa de la mayoría de los convencionalismos que sufrimos. Por ejemplo, nos tienen maniatados por su capacidad de control sexual.
- Otra vez el mismo cuento. Pon ejemplos.
- Bueno..., recuerdo un caso bastante público. Veamos, hace... tres meses. Una profesora de piano y un joven militar que volvía con muchos ardores de la última campaña...
- No consiento que me insultes de esa manera. Nadie, ni siquiera el padre Damián, pudo probar esa relación. Además, que la profesora quedara preñada no asegura necesariamente que el padre sea yo.
- Ya está. Fíjate. Has dicho nadie pudo probar. No te importa admitir en la intimidad -que yo represento- que la historia es cierta. Lo único que te importa es que no se puede demostrar y que por tanto cualquier murmuración es falsa. Formalismos, engaños, hipocresía, falsedad. En definitiva, control de las emociones.
- A ver si ahora vas a juzgar a la sociedad entera utilizándome a mí de chivo expiatorio.
- No, mi querido amigo, tu eres de lo mejor que he encontrado. Noble a pesar de tu hidalguía, cortés a pesar de tu afectación, bello a pesar de los afeites y los perfumes. Yo si que valgo como ejemplo.
6 Comentarios:
Me gusta este cambio de registro apuntalando este relato, revestido de tintes históricos, con ciertas intrusiones costumbristas. Muy bien reflejado y descrito el ambiente de la biblioteca, te ubicas allí mismo casi sin quererlo, en mitad de la conversación. Y desearías tener tú también un whisky para meter baza. Me gusta cuando dices aquello de "noble a pesar de su hidalguía", creo que es un acierto.
Lo que no sé yo es si a finales del XIX y en ambientes rurales tan marcadamente caciquistas podría mantenerse una conversación así de abierta dando varapalos a todo el mundo: sociedad, política, religión...
Queda una segunda parte. Lo que está oculto dota de absoluta libertad a los personajes para hablar de eso, a pesar del "control de las emociones". Paciencia.
Estimado D´A:
Llevaba algunas sugerencias para tu relato el pasado jueves a la T. No pudo ser. En todo caso, de acuerdo con Leonor. Me interesa el corte más clásico del relato y la introducción del asunto al calor de la chimenea.
Tengo un pero: creo que el inicio se puede pulir un poco (soy esclavo de las minucias, el diablo habita en los detalles): "resaltado por la chimenea de leña y por las alfombras rojas, por el tamaño, casi moquetas". " desespera de mantener". "Así que él también hace por..."
Yo le daría una vuelta a estas frases.
En esta veo un exceso de "por": "Por lo que al principio cultivó la amistad de Juan Méndez por mandato directo de su padre, que eligió unirse al enemigo por el momento".
Me parece interesante que utilices expresiones o formas lingüisticas añejas, decimonónicas, propias del momento en el que se desarrolla la acción. El estilo podría teñirse de ese mismo sabor clásico del XIX.
Te seguimos
Revisaré en el original, gracias por las sugerencias.
PS: Interesante teoría la del diablo en los detalles... siempre que el papá diablo de la vista general haya actuado antes... es decir, que primero lo general y luego lo particular. Primero el cuadro y luego los trazos. Primero escribes y luego pules. Aunque esto, como todo, es más un punto de vista que una realidad. Nos vemos.
Totalmente de acuerdo.
Pero, ese diablo de los detalles, implica un perverso placer para mi como escribiente. La eufonía, el adjetivo justo, la podadora... Como dije, rendido esclavo de la minucia.
Yours
Al fin y al cabo no son tendencias tan antagónicas, una debe superponerse a la otra. Creo que quizá el matiz esté entonces en el orden de actuación que cada uno elige. Yo prefiero en primer lugar pulir la historia en mi cabeza, para luego llegar al lector a través de la idea subyacente en las frases, buscar la excitación a través de lo que cuento y no tanto cómo lo cuento, etc. Es decir, el detalle al servicio de una intención literaria, sea narrativa o poética, y no tanto la búsqueda de lo bello en sí mismo. Quizá aquí estriba la diferencia entre un escritor ideológico y un escritor formal... Yo soy ideológico, con unas ganas tremendas de seguir aprendiendo y puliendo mis formalidades para trasnmitir de mejor manera mis ideas y mis historias.
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